Thursday, May 25, 2006

 

el último verano


En 1942, los nazis ya se encontraban en la URSS y avanzaban a Stalingrado. En Wannesee, próximo a Berlín, se habían reunido los jerarcas alemanes para tratar "la solución final al problema judío". Mientras tanto, deportaban desde Holanda a los judíos hacia los campos de exterminio de Auschwitz-Birkenau...

Y nosotros, en América, concluíamos los estudios del liceo. Después al mundo del trabajo o a la universidad. Resolvimos pasar juntos el último verano -el de 1943-. Por las mañanas, nos íbamos a la playa a través de los bosques. Por las tardes, al río y al cine. Al anochecer, cuando llegaban los diarios con las noticias de la guerra, nos arremolinábamos para inquirir sucesos. Había incertidumbre. Quizá el mañana lo hallaríamos calcinado.

Casi al finalizar febrero fuimos, una vez más, a bañarnos a la isla. Leonor vino a sentarse conmigo en el tronco de un gran eucalipto derribado. Y desde allí contemplamos a los demás muchachos cómo reían y se zambullían en el río...

Carmen S., lingüista en Estados Unidos. Nunca más regresaría al pueblo.
Omar O., arqueólogo en Bélgica. Regresaría de tanto en tanto a visitarnos.
Belinda M. Emigraría con sus padres a otro país y nunca más sabríamos de ella.
Elsa F. Residente en Buenos Aires. Nunca más regresaría.
Jaime C. Periodista. Regresaría todos los veranos a su casa frente al mar.
Francisco A. Pescador. Traería los robalos para la cena anual de camaradería.
Olguita O., quien nos hacía reír en clases con sus morisquetas de conejo, se suicidaría en una ciudad distante.
Quena T. Funcionaria de una empresa eléctrica en la capital. Regresaría todos los veranos a la casa paterna.
Humberto M. Agricultor en la zona.
Lídice Ch. Enfermera. Regresaría a radicarse para cuidar a su padre hemipléjico.
Ignacia M. Residente en Estados Unidos. Nunca más regresaría.
Aída V. Viuda en un pueblo del sur y madre de un capitán mercante.
Jean-Paul G. y su primo André G., hijos de franceses; Anthony M. y su hermano James, hijos de ingleses, se enrolarían en los ejércitos aliados. Nunca más sabríamos de ellos.
Clarisa, hermana de André G., iría todas las tardes al Correos por correspondencia de Europa. Nunca recibiría una carta.
Regina C. Residente en Yugoslavia. Una vez regresaría a despedirse definitivamente.
Benito R. Haría una vida solitaria al sur del pueblo en una casa faro frente al mar.
Carmen F. Abogada en México. Nunca más regresaría.
Julio M. Hermano marista en España. Nunca más regresaría.
El gordo Rogelio P. Profesor. Regresaría todos los veranos con su alegría inclaudicable.
Leonor G. Mi esposa. Ya abuelos, nos sentaríamos por las tardes frente al río a recordar. Desde la isla siempre vendrían nuestras voces del último verano en 1943.


Y casi al expirar ese verano, en la casa de Aída V. tomamos onces. Era la despedida de nuestro secreto reino de la adolescencia. Charlamos, reímos, cantamos, bailamos. Al anochecer, nos abrazamos y prometimos nunca olvidarnos y siempre amarnos.

Entretanto, a la distancia, las tropas alemanas avanzaban sin piedad. Y todos las combatían, intrépidos...

Wednesday, May 17, 2006

 

un hermoso caballito


Algún día, en mi infancia quizá, oí este cuentecillo que ahora narro a ustedes:

Había una vez un padre que tenía dos hijitos: un hijito pesimista y un hijito optimista.

Siempre reflexionaba sobre la diferencia de caracteres de ambos. Una mañana, decidió hacer un experimento: llevó al hijito pesimista a una habitación atiborrada de bellísimos juguetes y, a continuación, al hijito optimista a una habitación con estiércol seco.

Después de unas horas, observó al hijito pesimista: éste se hallaba sentado en el piso, con la cabeza inclinada y el rostro lleno de amargura.

Luego se dirigió donde el hijito optimista: éste removía el estiércol afanosamente, sus ojos brillaban y el rostro lleno de ansias.

-¿Qué haces? -le preguntó, intrigado, el padre.

Y el hijito optimista le respondió: Si hay tanto estiércol, entonces debe haber por aquí un hermoso caballito...

Friday, May 05, 2006

 

Florencia


Cuando el Soviet promulgó, en 1932, la ley de colectivización de la agricultura en toda la URSS, el cónsul italiano en Járkov temió lo peor...

Y escribió en su diario meses después:

Desde hace una semana se ha organizado un servicio de acogida de los niños abandonados. Efectivamente, cada vez hay más campesinos que fluyen hacia la ciudad porque no tienen ninguna esperanza de sobrevivir en el campo. Hay niños a los que han traído aquí y que inmediatamente son abandonados por los padres, los cuales regresan a su población para morir en ella. Estos últimos esperan que en la ciudad alguien tendrá cuidado de sus hijos. (...) Desde hace una semana se ha movilizado a los "dvorniki" (porteros) con bata blanca que patrullan la ciudad y llevan a los niños hasta el puesto de policía más cercano. (...) Hacia medianoche, se comienza a transportarlos en camiones hasta la estación de mercancías de Severo Donetz. Aquí se reúne también a los niños que se han encontrado en las estaciones, en los trenes, a las familias de los campesinos, a las personas aisladas de mayor edad, atrapadas en la ciudad durante su viaje. Hay personal médico (...) que realiza la "selección". Aquellos que no se han hinchado y ofrecen una posibilidad de sobrevivir son dirigidos a las barracas de Golodnaya Gora, donde en hangares, sobre paja, agoniza una población de cerca de 8.000 almas, compuesta fundamentalmente por niños. (...) Las personas hinchadas son transportadas en tren de mercancías hasta el campo y abandonadas a cincuenta o sesenta kilómetros de manera que se mueran sin que se les vea. (...) A la llegada a los lugares de descargas, se excavan grandes fosas y se retira a todos los muertos de los vagones.

Una vez finalizado el comentario, el cónsul comunicó a su esposa que saldría a caminar.

Por las calles, la gente maldecía, se retorcía de hambre. Muchos iban sin rumbo. Otros sollozaban sentados en las aceras.

En una callejuela, próxima a la estación de mercancías, vio, entre algunos sacos, una sucia y andrajosa niña abandonada que tiritaba de hambre. Y la abrazó conmovido.

....................

La mañana en Amalfi, a orillas del mar Tirreno, era luminosa y de suave brisa. Florencia, ya de treinta años, permaneció inclinada ante la tumba del hombre que, en la lejana Járkov, la había abrazado y susurrado en un idioma extraño: Hija querida, vámonos a casa...

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