Sunday, September 24, 2006

 

ectabana

La luz del alba en Ectabana, ciudad de la antigua Persia, cayó con claridad de seda sobre la bella desnudez de los jóvenes amantes. Las manos conservaban ardores, afiladas caricias, humedades níveas, sales y gemidos de oscuras tormentas...

Las armas yacían aún ensangrentadas a los pies del lecho. La ira del dios de las batallas todavía provocaba torbellinos y lameduras de la muerte en el aire y ululaban, metálicos y atroces, los graznidos de los cuervos.

Alejandro contempló a su amante, y recordó el día que lo conoció en casa de Aristóteles. Inmediatamente se hechizó con el muchacho rubio y desde entonces fueron una pareja inseparable. Y ahora en Ectabana celebrarían las fiestas veraniegas...

Un bocinazo lo retrotrajo a la conciencia. El oficial de policía John Hofman hacía dos noches que no dormía y ahora manejaba a un accidente carretero. Al llegar al sitio del suceso, vio, entre los fierros retorcidos, un muchacho rubio idéntico al que había contemplado en la semiinconsciencia de un rato atrás.

Dispuso cumplir con el procedimiento y regresó a casa. Su esposa y los niños dormían. Preparó un martini seco y leyó en el Salem news, sección internacional, el asesinato de una monja enana en un monasterio del sur de Italia. Habían encontrado su cadáver desnudo sólo con medias de nailon de un raro color azul. Se especulaba que los autores eran rufianes de la zona a los que la monja enana pagaba por servicios sexuales...

El último sorbo del vaso ahondó el llameante sendero garganta abajo. Y se durmió.

La batalla anterior le había dejado una pequeña herida en el pie y Alejandro se hizo llevar hasta la fuente próxima para lavarse y cubrirla con ungüentos.

En la tarde, le avisaron que Hefestión, su amante, ardía en fiebre. El doctor que lo atendía le aseguró que el estado del paciente era gravísimo...

Se dice que Alejandro Magno yació sobre el cuerpo de Hefestión un día y una noche hasta que finalmente hubo de ser separado del mismo por sus amigos. Durante tres días más, permaneció mudo, llorando, sin probar bocado. Y cuando por fin se levantó fue para raparse el pelo y ordenar que se retirasen todos los adornos de la ciudad. Prohibió cualquier música y ordenó que todo el imperio realizara funerales. Después despachó mensajeros al oráculo de Amón en el oasis de Siwa, en Egipto, para pedir que se le concediesen honores divinos a su amante muerto. El cuerpo de Hefestión fue embalsamado y transportado a Babilonia para proceder a su quemado en una pira funeraria. Poco podía imaginarse Alejandro Magno que la misma Babilonia sería su última etapa. Se vio obligado a permanecer allí durante los tórridos meses del verano, con sus plagas de mosquitos, enfermó y murió rápidamente. Sólo contaba con 33 años de edad.

El dios del tiempo tiró los huesos a la suerte y sonrió con crueldad...

Saturday, September 02, 2006

 

ett land du aldrig sett

Su voz venía desde más allá de la luz del bosque. Los que la imaginaban la describían como una muchacha de larga cabellera rubia, de piel como el alba, ojos celestes y de una sonrisa triste...

La única ruta accesible a ella era, quizá, a través de la verde espesura salpicada de añoranzas y libélulas donde habitaban dioses infinitesimales.

O soñar la nieve en un verano luminoso.

Otros aseguraban que sólo era posible si uno bajaba al infierno de todos los límites (el lugar de la plenitud del ser, decían) y allí inventaba palabras místicas, laberínticas. Palabras para semillarlas en el humus, en los fiordos, en las tráqueas de los recién nacidos, en los teoremas de las certidumbres...

Me paseé describiendo órbitas de insospechadas lejanías y quimeras. Y cavilaba atónito: el infierno era cómo inventar una palabra mística, laberíntica, que fuera la llave precisa para llegar a ella.

Machaqué pétalos de amapolas para mi imaginación (en la nieve boreal, un anciano chino, con el don de la ubicuidad, desenterraba cisnes y el secreto sol de la medianoche).

(Me había enamorado de la muchacha imaginada.)

Cuando casi me sobrevino el naufragio, y el aire era de mortajas, creí que, más que inventar la palabra-llave, debería simplemente sentir. Sentirla con avidez (como se siente la belleza del agua), atravesado por todos los azares, sin temer a los abismos y los senderos de oscuros musgos y cenizas a ningún lugar...

Recordé a la poeta argentina Alejandra Pizarnik en su texto "Una equilibrista enana se echa al hombro una bolsa de huesos y avanza por el alambre con los ojos cerrados".

Entonces, intrépido, cerré mis ojos parado frente al abismo y, súbitamente, una mano me tomó con delicadeza. La voz de la muchacha de la larga cabellera rubia me susurró: "Ett land du aldrig sett" ("Te llevaré a un país nunca visto").



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(Para Amapola)

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