Thursday, August 24, 2006

 

la nueva Italia

El joven partisano contempló a la pareja que ingresó en la casa...

En abril de 1945, Italia se hallaba cubierta de cicatrices. Por doquier veíanse ruinas en las ciudades, en las aldeas y en el campo. Montones de cascote, edificios que se mantenían en pie precariamente, obras de arte dañadas o destruidas irreparablemente, iglesias desventradas, que ya no podían acoger ni proteger a los fieles. A la devastación producida por los combates y los bombardeos se añadió el vandalismo sistemático de los alemanes en retirada, los cuales se vengaban de los italianos por su "rendición sin condiciones" a los aliados, ensañándose en el país, volando puentes y obras portuarias, cortando alcantarillas y conducciones de agua, con la consiguiente difusión de infecciones, destruyendo centrales de energía eléctrica para dejar a oscuras las ciudades y paralizar la industria, hundiendo buques de guerra en las bocanas de los puertos para impedir el acceso a los mismos, levantando las vías férreas y destruyendo las carreteras y otros medios de comunicación.

Mucho peores eran las cicatrices morales. El pueblo italiano estaba cansado de una guerra que nunca había querido y para la que no se hallaba preparado. Estaba disgustado consigo mismo y con los demás, y, si bien confiaba en reconquistar sus valores espirituales, se daba perfectamente cuenta de la corrupción en que estaba sumido. Las desastrosas condiciones que imperaron en los dos últimos años, que fueron de guerra total, dieron lugar a actos increíbles de generosidad, abnegación y solidaridad humana, pero también proliferaron la insensibilidad y las peores formas de egoísmo. Los sentimientos de protección que alentaron en el pecho de muchas madres en busca de comida y abrigo para sus hijos, la codicia de algunos, la indiferencia de muchos y la condescendencia de los ejércitos invasores incentivaron la prostitución y un mercado negro en el que con dinero podía obtenerse casi todo en aquella Italia en la que nada había...


Al día siguiente, pusieron a la pareja contra un muro y se dio la orden de disparar. Ambos cayeron acribillados, dejando horrorosas huellas de sangre.

El joven partisano entregó su arma, se despidió de los demás compañeros e inició el regreso a la aldea natal donde, después de dos años de ausencia, aún lo aguardaba su novia Giuseppina.

Entretanto, en el Piazzale Loreto de Milán, los partisanos colgaron a la pareja fusilada desde una viga de acero.

El hombre llevaba las botas y los pantalones negros de montar del uniforme fascista y su robusto pecho estaba cubierto únicamente por una camisa de militar. Tenía el cuello corto y grueso y su cabeza era calva; su gran mandíbula cuadrada pendía fláccidamente y tenía la boca abierta; la cara estaba desfigurada por heridas de bala y señales de puntapiés.

La joven llevaba el cabello rizado muy corto y su aspecto era atildado incluso en la muerte. Calzaba zapatos azules de tacón alto y lucía una blusa de encaje bajo un elegante vestidito gris. Le habían sujetado la falda con una cuerda pasada entre las piernas. En vida habían sido amantes: Benito Mussolini, dictador de Italia durante más de veintidós años, y Claretta Petacci, que había compartido su suerte por propia voluntad en las horas amargas del juicio...


En 1949, Giuseppina y el joven partisano inauguraron, en N. Bilbao, Chile, un pequeño local de pastas La nueva Italia. En la misma cuadra estaban el almacenero Forno, el cecinero Giacchino, la profesora de piano Figari, el albañil Milepri, el hotelero Negri, el pintor Fermi, el doctor Chiorrini, la señora Motta, el profesor Anfossi, el zapatero Lorenzini, el reparador de bicicletas Maltoni, el talabartero Serrati...

Había también una tienda de sombreros y de calzados, la Casa Morelli, en cuyo frontis se alzaba un desmesurado sombrero de copa sin el fondo. Allí, bajo él, nos apretujábamos, maravillados, los hijos de la cuadra. Indistintamente, el fondo del desmesurado sombrero eran las nubes, los pájaros que volaban hacia el sur, el resplandeciente cielo del mediodía, la lluvia, los relámpagos, el pizpireto baile de las horas, las cometas de la primavera, la hojarasca quemada del otoño, el rojo del crepúsculo y, por las noches, las hadas de los sueños, los aerolitos, la Luna y las estrellas.

Y eso era magia.

Tras el mostrador de la sombrerería, la señora Morelli siempre cantaba.

Ya adulto, poco antes de la demolición de la tienda y de las casas aledañas, me puse bajo el desmesurado sombrero. A mi lado, sentí que se apretujaban Silvana, Aldo, Antonella, Luigi, Bruno, Dándalo, Regina, Gloria, Caterina, Antonino, Carlo, Vittorio, Claudia. Y contemplamos en el fondo del desmesurado sombrero, por última vez, nuestra hermosa y distante infancia.

En mi corazón, la señora Morelli cantaba, melancólicamente, la canción de los italianos que, con apenas una pequeña valija, emigraron a lejanos países de ultramar...



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(Dedicado a Giuseppina y Pietro, el joven partisano, y a los otros italianos de la calle Vial que tanto amaron a su añorada patria. Y en un aparte especial, al viejo camarada Salvattori Coppola.)

Monday, August 14, 2006

 

el origen de los resplandores

Algún día, olvidaremos todo:
nuestro nombre,
los secretos,
los libros y los acuarios,
las horas vividas y sus maravillas,
los paraguas que volaban como golondrinas,
la mañana que cruzamos la lluvia para buscar
el origen de los resplandores.

Olvidaremos las puertas que abrimos
y las puertas que cerramos.

Olvidaremos la nieve de Praga
y la muchacha que de alelí tenía el alma.

Olvidaremos las hazañas de la torpe adolescencia,
el vértigo,
los grandes fracasos,
las arenas,
las mutilaciones y equilibrios,
el horror a la bruma y a los espectros de tu ausencia,
los cetáceos exiliados del Paraíso,
el azogue,
el gozne oxidado del viento austral,
los vinos y las trémulas delicias
en el perfume de tus caderas.

Olvidaremos los viejos trenes,
las ciudades sin árboles y con olor a tabaco,
las relucientes navajas de la tristeza,
los puentes hacia la casa de los nomos y
de taciturnas francesas,
los poemas de los pigmeos africanos,
el idioma de los manantiales y colibríes,
las destrozadas estatuas de nuestra infancia.

Olvidaremos los trazados de la tierra prometida
y los rostros amados
(ya no sabremos descubrir en cartas marinas
ni en astrolabios tu cintura añorada).

Así ha de ser como un implacable y solemne
mandato de la sangre.

Los niños de otros tiempos, que sucederán
interminablemente, también cruzarán la lluvia
para buscar el origen de los resplandores.

Y alguien, desde el camino, en un ademán sentencioso,
nos dirá que "el final es tan hermoso y tan azul
como el comienzo".


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(Dedicado a Freyja)

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