Friday, April 12, 2013

 

James Dean



Mis expediciones infantiles eran al bosque aledaño a la casa en la búsqueda de seres infinitesimales y también de coleópteros, grillos, palotes, arañitas multicolores, huevos de codornices, diminutos habitantes atrampados en la nieve. En el estío, solía bañarme en el arroyo donde abrevaban los renos. De vez en cuando, por el sendero que atravesaba el bosque iba hasta el mar. Mi madre, un mal día, se le ocurrió morirse. Quedaron en la cocina mermeladas sin enfrascar, mantelitos imbordados y el fuego del hogar se apagó lentamente. En mi habitación contemplé, apesadumbrado, unos pantalones de lana sin bastillar. Julia, mi hermanita de 15 años, vestía, a escondidas, trajes de seda de la abuela y boa de plumas al cuello, bailaba la música de Al Bowlly, hacía volutas imaginarias con una larga boquilla de nácar y estaba enamorada de James Dean, a quien escribía poemas eróticos. Pero a Jimmy  lo habían sepultado hacía dos años y sus huesos solo servirían para hacer cerbatanas o flautas. Después de la muerte de mi madre, la barba de mi padre lo alejó definitivamente de nosotros. Se transformó en un ser huraño y taciturno. Y nunca más itineró como vendedor de telas y bisutería francesa. Mi hermano mayor, Esteban, me confesó una noche que viajaría por el mundo. Sería un cormorán marino siempre migrando. "Me voy primero a Alaska, después al Japón y, algún día, recalaré en Brasil y ahí me casaré con una negra". Yo me abracé a él y le pedí que me llevara a Brasil, porque el nombre me había gustado. A los 17 años, Julita, en los inicios de la primavera, trajo a su novio a casa: era un veinteañero gordo y bastante calvo. Lucía una corbata pajarita grasienta. Pensé que tendrían hijos calvitos y regordetes, de tripas desenfrenadas quizá. Padre ni se inmutó cuando Julita le comunicó que se casaría el mes entrante. La ceremonia nupcial no tuvo nada de extraordinario por lo que no merece comentario alguno. Únicamente recuerdo que le vi los calzones a una chica colorina que se cayó en el jardín y sus vestidos pretendieron alzar vuelo en remolino. Esteban lio su hatillo de viaje y se encaminó a Alaska. Y así, la casa quedó aún más sola y en un silencio agobiante.

Al pasar del tiempo, Julita enviudó y regresó a casa con dos chicos regordetes. Igual que antaño, toda la música de Al Bowlly y prosiguió con poemas eróticos a James Dean. Esteban me carteó de Japón y que pronto recalaría en Brasil. Yo, por mi parte, con espinillas y de incipiente barba y bigote, acostumbré a sentarme en los escaños de la estación de ferrocarriles a ver subir y bajar de los trenes a rubias de boquitas pintadas. Las había de tacones, amplios vestidos y pizpiretas. Otras se abrazaban con marineros que venían de ultramar. Me convertí en Penélope, pero en vez de tejer comía maní y me hacía el bizco frente a las chicas que me miraban y no eran de mi agrado. En verdad, soñaba que una rubita descendía del tren y se dirigía a mí. Yo pondría cara de bobo y tosería hasta botar todo el maní de la boca...

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