Tuesday, May 25, 2010

 

una nubecilla en el azul de su ojo izquierdo

La falda (de color verde musgo) tenía un diminuto corte que la obligaba a caminar como una geisha. Su rostro se aguzaba con la delgadísima nariz. Ella fue la mujer que asesinó a mi padre en 1962. Yo tenía 15 años y trataba de cantar a lo Elvis Presley. En la guitarra punteaba "Don't be cruel" y me contoneaba como el rey.

En la mañana de la muerte de mi padre había leído un poema de Walt Whitman para un examen de Literatura: Comprendo el corazón de los héroes. El valor de hoy y el valor de todos los tiempos. Este es el patrón de una lancha. ¡Miradlo! Cuando diviso aquel pailebot a la deriva, sin timón en la tormenta, y al que casi cazaba la muerte, se pegó a su costado y lo siguió fiel tres días y tres noches sin ceder una pulgada; escribió con tiza en grandes letras, sobre un tablón estas palabras: ¡Ánimo, no os abandonaremos! Lo salvó. Aún veo mujeres esqueléticas, con sus ropas holgadas, descender como espectros que salen de las tumbas, los rostros mudos y avejentados de los niños y a los hombres de labios afilados y mejillas sin afeitar. Todo esto lo veo, lo gusto, lo engullo, lo asimilo y lo hago mío. (...) Todo esto lo siento y lo sufro. Yo soy todo esto.

En la mañana de la muerte de mi padre, había limpiado los duendes de yeso que poblaban el jardín (la sombra de la fuente de agua parecía la silueta turquesa de una insólita ballena que lanzaba una ráfaga de burbujas). Y espanté las irisadas lagartijas que tomaban sol sobre los muros.

En la mañana de la muerte de mi padre, vi bañarse desnuda a la rubia vecina en medio de las rosas que cultivaba. Y mi padre, que la pretendía, le había prometido fugarse con ella a Nueva Zelanda.

Mi padre fumaba en pipa. Era aficionado al tabaco Odyssey envasado en una lata de 50 gramos. En esta mezcla se empleaban hojas de Latakia chipriota de color negro azabache con aroma a madera, lo que hacía que sus trajes siempre desprendieran un delicioso olor. Crecía bajo su nariz un bigote algo enmarañado y severo. Sus manos eran inmensas. Nunca comprendí cómo podía tocar piano con esas manazas, más bien de un boxeador de peso completo.

De mi madre no hablo, porque nos abandonó en el comienzo de los tiempos y se fugó a París con un turco traficante de gemas.

Y olvidaba un detalle de mi padre: tenía una nubecilla en el azul de su ojo izquierdo...

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(Se supo después que la mujer del diminuto corte en su falda que la obligaba a caminar como una geisha no había asesinado a mi padre, sino que había sido yo. Y este escrito obtuvo el tercer lugar en un concurso de ejercicios literarios entre los pacientes del Hospital Psiquiátrico).

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