Friday, November 25, 2011

 

la ciudad de los pingüinos


El aliento ígneo y alucinante de la negra me despertó. Había soñado con ranas y que el Universo era verde.

Al entrar, ella estaba sentada en una mesa del rincón bajo el cartel de los toros. Era una preciosa negra con ojos llameantes, a la que buscaría después de un mes para, algún día, desposarla. Me habló del vudú. De Bondye, la entidad sobrenatural última o Mawu, regenta del mundo sobrenatural inaccesible y ajena al mundo de los humanos por lo que, para comunicarse con nosotros, debe hacerlo con deidades intermediarias como el Barón Samedi, la Maman Brigitte o Damballa y otras. Me habló de los muñequitos de vudú y que yo sería un hermoso fetiche.

Yo había estado triste todo el día por la muerte de Amelia y había decidido emborracharme. Y ahora compartía mesa con la negra: su voz era seca y cavernosa, pero tenía un magnetismo irresistible; sus manos parecían garras de pantera; su cuello delataba venas que se hinchaban con cada palabra que emitía; sus senos se adivinaban henchidos de leche negra para todos los niños negros del mundo.

Pedí otra botella de licor. De pronto, quise besarla. Sus labios eran amargos y desprendían un fluido ácido. Me recliné en su hombro izquierdo y sentí que me creaban como fetiche para un ritual de magia negra en que me clavarían agujas en algún lugar del cuerpo y ese sería mi martirio o mi maldición de soledad para el resto de la vida.

Desde mi casa de la playa divisaba la isla mágica que habitaban focas y pingüinos. Observábamos con Amelia la nidificación de los pájaros niños, sus viajes y retornos. Y así transcurría el tiempo: ciertas formas de nubes nos anunciaban el invierno y las nieves eternas. Entonces, pasábamos en limpio las notas tomadas y escribíamos los documentos para su publicación.

Una noche soñé que partía a un lejano país de clima ardiente. Y allí estaba frente a la negra bebiendo y besándola. Participaba en una ceremonia vudú. Y un viejo esclavo reflexionaba en torno al destino del hombre: Padece, espera y trabaja para gente que nunca conocerá y que a su vez padecerán, esperarán y trabajarán para otros, que tampoco serán felices, pues el hombre ansía siempre una felicidad más allá de la porción que le es otorgada. Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es.

Subimos con la negra a las habitaciones de alquiler. El aliento ígneo y alucinante de ella me despertó. Había soñado con ranas y que el Universo era verde.

Al salir a la calle, la gente caminaba como pingüinos. Era un día esplendoroso y verde. Y yo comencé a saltar como rana...

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