Thursday, October 26, 2006

 

el atildado bailarín del Misisipi


En la cama sonaban los grillos. Y el atildado bailarín jadeaba y empapaba su blusa de seda. Mientras subía y bajaba en la montaña rusa del sexo, recordó el día en que, por primera vez, se había vestido de condesa: cabello plateado, zapatillas de raso y un antifaz verde...

Así describiría a un personaje ambiguo en su novela. Y si aparecía una escena de mal comer, también pondría de personaje al Hombre de las Bolas de Nieve que había conocido durante su infancia en Nueva Orleans: se sentía, a lo lejos, el tintinear de la deliciosa campanilla. Y por unas pocas monedas podía uno conseguir un cucurucho de hielo escamoso impregnado por una docena de jarabes: cereza y chocolate, uva y moras, todos mezclados como un arco iris.

Mascó un cigarro y recorrió con la vista el cuerpo mustio de la solterona millonaria con la cual se había acostado: su rostro cadavérico bajo una pasta de menjunjes, sus senos eran dos palomas reventadas y sus piernas huesudas parecían dos ramas blancas, raquíticas, nudosas, de los árboles junto a los cenagales. Se imaginó que, por esas piernas o ramas, iban y venían los extraños coleópteros de los lodazales.

Se vistió y permaneció acodado en las barandas del barco que bajaba por el Misisipi. En la parada del Jíbaro se reencontraría con su amante indio, de la etnia choctaw, al que había conocido en el restorán Rock Inn. Durante el mes anterior, habían retozado, felices y maravillados, en las viñas de los choctaw...

Pensaba que, con el dinero que le había deslizado en sus bolsillos la solterona millonaria, daría un pie para la publicación de su novela. Pero se cambiaría el nombre, porque Streckfus no era relampagueante, eufónico y lo encontraba con ribetes de idioma etrusco.

Volvió a su cuarto y la solterona millonaria aún dormía. Sintió arcadas y al llegar al baño vomitó: el alcohol y las drogas, tarde o temprano, le pasarían la cuenta. Después de lavarse, se acostó al lado de la mujer y se durmió.

En su novela había escrito: Ha llegado el martes de Carnaval y vamos a un baile. Todos han elegido un disfraz menos yo. Ed es un monje franciscano (que mordisquea un cigarro), Pepe un bandido y Dolores una bailarina. Pero a mí no se me ocurre qué ponerme y esto llega a ser un dilema de importancia desproporcionada. La noche del baile, Dolores aparece con una enorme caja rosada; transformado, yo soy una condesa y mi rey es Luis XIV. Tengo cabello plateado, zapatillas de raso y antifaz verde; estoy envuelto en sedas de color verde y rosa. Al principio, ante el espejo, esto me horroriza; luego me alegra hasta el arrebato porque estoy sumamente hermoso. Más tarde, cuando el vals comienza, Pepe, que no me reconoce, me pide una pieza. Y yo ¡astuta Cenicienta!, sonrío bajo el antifaz, pensando: "¡Ah, si fuera yo realmente! Sapo convertido en príncipe, hojalata convertida en oro... ¡Vuela, serpiente emplumada, la hoja envejece!"

Una maniobra brusca del barco lo despertó y, al mirar a la solterona millonaria, vio que ésta era, ahora, una gran iguana húmeda y de su boca salía un vómito verde, donde flotaban los extraños coleópteros de los lodazales.

Y de un tirón, Streckfus se sacó la sucia peluca plateada de condesa...


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(En 1948, el joven escritor Truman Capote, de 23 años, publicó la novela "Otras voces, otros ámbitos", que lo lanzó a la fama).

Sunday, October 22, 2006

 

campo de olivos

España, 17 de julio de 1936.

El general Francisco Franco vuela desde las Canarias a Tetuán y lanza el primer manifiesto de la sublevación militar.

¡Españoles! A cuantos sentís el santo nombre de España, a los que en las filas del Ejército y la Armada habéis hecho profesión de fe en el servicio de la patria, a cuantos jurasteis defenderla de sus enemigos hasta perder la vida, la nación os llama en su defensa. La situación en España es cada día más crítica; la anarquía reina en la mayoría de los campos y pueblos; autoridades de nombramiento gubernativo presiden, cuando no fomentan, las revueltas; a tiro de pistola y ametralladoras se dirimen las diferencias entre los asesinos que alevosa y traidoramente os asesinan, sin que los poderes públicos impongan la paz y la justicia. Huelgas revolucionarias de todo orden paralizan la vida de la población, arruinando y destruyendo sus fuentes de riqueza y creando una situación de hambre que lanzará a la desesperación a los hombres trabajadores.

(...)

La Constitución, por todos suspendida y vulnerada, sufre un eclipse total: ni igualdad ante la ley; ni fraternidad, cuando el odio y el crimen han sustituido el mutuo respeto; ni unidad de la Patria, amenazada por el desgarramiento territorial, más que por regionalismos que los Poderes fomentan; ni integridad ni defensa de nuestra frontera, cuando en el corazón de España se escuchan las emisoras extranjeras anunciar la destrucción y reparto de nuestro suelo.

(...)

Justicia, igualdad ante las leyes ofrecemos.

Paz y amor entre los españoles; libertad y fraternidad, exenta de libertinajes y tiranías.

Trabajo para todos, justicia social, llevada a cabo sin encono ni violencia y una equitativa y progresiva distribución de riqueza, sin destruir ni poner en peligro la economía española.

(...)

Españoles: ¡Viva España! ¡Viva el honrado pueblo español!


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El Gobierno de la República decide armar a los obreros avalados por la Casa del Pueblo.

...En el paseo de la Castellana se verificó a las cuatro y media de la tarde la concentración de jóvenes movilizados para nutrir las milicias que desde la noche anterior prestaban servicio. Se reunieron varios centenares de hombres de todas las edades, que acudieron al Ministerio de Guerra para que se les proveyera de armas. La entrega del armamento se hacía previa comprobación de la personalidad del demandante, acreditada por volantes expedidos por la Casa del Pueblo.

El Sol. Madrid, martes 21 de julio de 1936, página 4.

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Los beligerantes se atacan ferozmente. Y España se tiñe de sangre.

Desde todas las partes del mundo acuden combatientes a defender la República, mientras Hitler y Mussolini envían pertrechos y tropas a los sublevados.

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J. Herranz termina de peinarse y se acomoda los lentes.

-Debo irme, madre -le dice el joven a la mujer-. Es la hora.

-Sí, hijo -exclama ella, arreglándole el cuello de la camisa-. Cuídate.

Y ambos se abrazan...



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(J. Herranz fue uno de los miles de adolescentes que participaron en la guerra civil española. Lo abatieron en un soleado campo de olivos, cerca del río Jarama, 40 kilómetros al noroeste de Madrid. Tenía sólo 16 años).

Friday, October 20, 2006

 

domani é troppo tardi


Pier Angeli tenía un frasco de barbitúricos en su mesita de noche. Cerró los ojos: caminaba por Cagliari, su Cerdeña natal, bajo la lluvia. Divisó el tranvía en dirección a la playa de Il Poetto. A través de los vidrios del vehículo contempló su amada ciudad...

Recordaba cuando, de niña, había ido con su familia hasta el anfiteatro romano y ella, en el centro del proscenio, declamó como una trágica actriz griega (en la playa se dirigió al mar hasta que sus pies se inundaron de la belleza cristalina de las aguas). Y con su hermana gemela María se habían prometido ser actrices. Un día en casa de los abuelos habían representado el drama de amor Acis y Galatea (ella era la hermosa ninfa Galatea, su hermana el bello pastor Acis y su abuelo había hecho de Polifemo, el cíclope también enamorado de Galatea). En otra ocasión, su padre, disfrazado de duende, salía de la gruta de las brujas, mientras su madre movía nubes de cartón y derramaba una lluvia de pétalos de rosas sobre su hermana, la reina de Cartago.

Recordaba su primer beso, a los nueve años, con Aldo, el hijo del cartero, las excursiones juveniles a los desfiladeros de montañosos bosques, el bullicio del puerto, los alegres marineros, sus cantos y faenas navieras a orillas del Mediterráneo, las ruinas romanas y medievales, los flamencos pintando de rosa el paisaje, el atún con spaghetti caliente en la casa de la abuela. Creía ver la llegada de los griegos y fenicios, las invasiones pisanas, catalanas y españolas a toda Cerdeña. Sentía, con vértigo de corazón, que sus primas, Rossana y Martina, la llamaban para pasear por la calle Roma y después ir a ver a los muchachos en la Plaza Jenne. Los piccioccus de crobi (los niños de la calle) se chanceaban en las afueras del templo del dios vientre.

Recordaba las puestas de sol de insólita belleza, con sus juegos de reflejos dorados y claroscuros, los paseos por las conmovedoras ruinas de la fortaleza de S. Ignazio, la procesión del mes de mayo en homenaje a S. Efisio...

Recordaba el rodaje de su película Domani é troppo tardi ("Mañana es demasiado tarde"), con Vittorio de Sica, a quien había amado por su cordialidad y dotes de gran actor.

Recordaba su viaje a Hollywood.

Recordaba que, cuando actuó en Tres amores, se había encandilado con Kirk Douglas. Y, más tarde, cuando su madre supo que se amaba con James Dean quiso que rompiera su romance, porque el actor, tan enigmático, rebelde y sin creencias católicas, la haría desdichada (la madre, al final, la convenció para que se casara, en 1954, con Vic Damone, cantante de ascendencia italiana y católico).

Recordaba que a la salida de la iglesia, después de la ceremonia nupcial, su amado Jimmy estaba montado en su moto llorando y con el motor acelerado.

Recordaba lo que su amado Jimmy le contaba de su infancia sin madre, la vida en la granja de sus tíos en Fairmount, sus juegos de baloncesto, sus primeras incursiones en el teatro, sobre todo en See the Jaguar, en la que había interpretado a un adolescente encerrado en una jaula la mayor parte de su vida.

Recordaba la noticia de la muerte de su amado Jimmy en 1955: iba en su Porsche Spyder por la carretera y, en un cruce, un Ford, conducido a gran velocidad por un estudiante, lo chocó y el Porsche se incrustó en el otro vehículo (el joven y bello protagonista de "Rebelde sin causa" perdió la vida instantáneamente).

Pier Angeli abrió los ojos y escribió en una hoja: Jimmy fue el único y verdadero amor de mi vida.

Y contempló, llorando, el frasco de barbitúricos...


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(Pier Angeli, actriz italiana de 39 años, se suicidó el 10 de septiembre de 1971. El parte médico consignó "por sobredosis de barbitúricos". Separada de su segundo matrimonio, vivía sola en su casa de California).

Monday, October 16, 2006

 

carnaval de venecia

La seda de las sábanas reflejaba la luz de su cuerpo desnudo. Había destellos de piernas, caderas, pezones irisados. Y en el pubis yacía un diáfano manantial de seda arrugada.

Leonora recordó, para el primer día de carnaval, la frase latina Semel in anno licet insanire ("Hace bien enloquecer una vez al año"). Puso oídos a una distante música de Vivaldi. Y cantó envuelta en el sol que se derramaba como miel ardida sobre la cama.

Desde la silla, caían, en bella cascada, el traje, el tabarro (especie de capa negra) y la larva o volto (máscara blanca) que llevaría en el día del volo de la colombina (pájaro mecánico volando desde la torre de San Marcos en la iniciación del carnaval).

La muchacha se contempló en el espejo: su larga cabellera rubia se deslizaba por los hombros desnudos y sus ojos celestes brillaban intensamente.

En la noche, viajó por el canal hasta integrar las campagnie della calza y desfilar por la ciudad. Y luego a los salones de baile del lujoso Regina Hotel. Al ingresar, alguien, quizá un noble como aquellos aristócratas del siglo XVII, maschera nobile, la tomó de la mano y la llevó al centro de la pista. La voz de su acompañante era honda, casi turbulenta, enigmática, seductora. Después de varios bailes, el hombre le pidió que se fugaran a algún lugar más íntimo. Se sentaron en un pequeño café a orillas del Gran Canal. De pronto, fueron invadidos por una comparsa de disfrazados que los rodearon cantando y les arrebataron las máscaras. Y los disfrazados huyeron despavoridos, porque debajo de las máscaras no había nada...

Leonora se despertó angustiada por la pesadilla que había tenido. Se levantó y, luego de la ducha, se contempló en el espejo: su larga cabellera rubia se deslizaba por los hombros desnudos y sus ojos celestes brillaban intensamente.

En la noche, viajó por el canal hasta integrar las campagnie della calza y desfilar por la ciudad. Y luego a los salones de baile del lujoso Regina Hotel. Al ingresar, alguien, quizá un noble como aquellos aristócratas del siglo XVII, maschera nobile, la tomó de la mano y la llevó al centro de la pista. La voz de su acompañante era honda, casi turbulenta, enigmática, seductora. Después de varios bailes, el hombre le pidió que se fugaran a algún lugar más íntimo. Se sentaron en un pequeño café a orillas del Gran Canal. De pronto, fueron invadidos por una comparsa de disfrazados que los rodearon cantando y les arrebataron las máscaras. Y los disfrazados huyeron despavoridos, porque debajo de las máscaras ambos tenían el rostro con horribles quemaduras...

Paul contempló a Susan, su nueva compañera de la noche en la recepción del Regina Hotel de Trenton, Nueva Jersey. Se veía aún más hermosa en duermevela: su larga cabellera rubia se deslizaba por los hombros de su uniforme de recepcionista. El muchacho le apretó un brazo y le dijo: "Susan, ya hemos terminado el turno".

-Sí, sí -musitó ella-. Y sus ojos celestes brillaron intensamente.

Contó el mal sueño que había tenido. Y su compañero sonrió.

Después de ponerse el abrigo, caminó hasta la esquina a esperar el bus 52. Una vez en su departamento, encendió la lámpara y vio, estupefacta, que desde el sofá del living caían, en bella cascada, el traje, el tabarro (especie de capa negra) y la larva o volto (máscara blanca) del sueño.

Y corrió, palpándose el rostro, a mirarse en un espejo, porque creyó tenerlo con horribles quemaduras...

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