Saturday, July 29, 2006

 

la negrita marroquí


La primera vez que me acosté con la negrita marroquí, le pregunté si había tenido alas...

En un cuento japonés, Yoko y Suguío, dos primos adolescentes que se habían enamorado, sospechaban, mutuamente, que tenían alas: Sintieron entonces una fuerza diferente, fresca y viva, mezclada a la de la fuerza que producían los pasajeros, empujándose unos a otros en el tren lleno. Y sospecharon que se trataba de alas. Alas que se percibían ocultas y dobladas, y contuvieron la respiración, ya que hubo ahora en sus espaldas, que de cuando en cuando se tocaban, una profunda vergüenza demasiado sensible. Si aquella cosa oculta eran alas, tal vergüenza devenía razonable: en nuestros días, el poseer cosas sagradas como las alas es una razón más que suficiente para avergonzarnos. Y se produjo una sonrisa cosquilleante, pues tuvieron la sensación de que sus alas les cosquilleaban...

La negrita marroquí me susurró, entre irónica y triste, que había perdido sus alas cuando quedó atrapada en una red de prostitución: había viajado a España, con un amigo, a buscar trabajo. Y ocuparon el departamento, en Madrid, de unos supuestos conocidos de su acompañante.

"Al día siguiente de llegar, mi amigo desapareció del lugar y me encontré que allí vivía un hombre de etnia gitana, rumano, que me dijo que yo le debía dinero. '¿Dinero, de qué?', le grité. Me dijo que tenía que ir a un club y trabajar de puta para devolverle la deuda. Entonces me di cuenta de que mi amigo me había vendido", relató.

Consternados, decidimos, por los caminos que conducen a los sueños, recuperar sus alas. En los ratos libres que me dejaba mi labor de mesero y cuando ella también podía, escudriñábamos por las calles matritenses, por los parques y arboledas. Una vez, a orillas del sendero empedrado hacia unas luminosas fuentes, hallamos, semienterrado, el cadáver de un simio disecado. En otras ocasiones, catalejos rotos, calendarios antiguos, pañuelos con puntillas de oro y manchados de besos furtivos, imitaciones de dagas moriscas, eclipses, ópalos, lumbres de otros días...

En la tarde del 20 de julio, atendía, en el restorán, a un anciano matrimonio inglés. Fue cuando tuve una súbita revelación: amaba a la negrita marroquí. El tosido del inglés me retrotrajo a la realidad, porque los platos con bacalao a la vizcaína habían quedado suspendidos en el aire.

Me casaría con ella y le pediría que viajáramos al Perú. Allí terminaría, al fin, mis estudios de abogacía...

En un próximo anochecer de campanas y fandango, encontré a la negrita marroquí en Academia con Moreto. La invité al Café de Chinitas y allí le confesé mi amor y los deseos de irnos juntos a mi país. Nos abrazamos como nostálgicos viajeros en un páramo azul y, ahora, con la complicidad llena de estrellas de los que buscan su destino. Llevé una fotografía suya a un falsificador de pasaportes y adquirí dos pasajes aéreos sin retorno.

La noche antes de la partida, palpé en su espalda de ébano dos muñoncitos de alas...


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(Dedicado a Fortunata)

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