Thursday, August 04, 2011

 

el viaje


Desde varios días que me siento devastado. Y llueve. Mi habitación está más sombría y algo a moho se huele. O a sensación de lejanías. A nieve mala. O a mazorca podrida. Es tristeza o melancolía, me digo. Balbuceo, para animarme, la llamada rimbombante que les hacíamos a los gansos con el primo Tom antes de que marchara a la guerra.

Y llueve.

Desde varios días que, al regresar de la oficina, suelo encontrarme con un viejecillo que lleva pipa. Levanta su gorra y me saluda con amabilidad.

Y desde varios días que suelo encontrarme, también, con una hermosa muchacha de vestido blanco.

De pronto, todo es muy extraño. Siento que algo se vaciara de mí. Y que el tiempo se detuviera y todo quedara inmóvil. Soy incapaz, de tanto en tanto, de respirar con vehemencia.

Al comprar tabaco, una mañana, veo a la muchacha del vestido blanco a mi lado. Lee una revista, levanta su mirada hacia mí y me sonríe. Huelo el tabaco y apruebo su envío. En la calle me cruzo con el viejecillo de la pipa y nos saludamos. En mi habitación, reviso correspondencia de libros pedidos a la capital. Mi vista se desliza por los enseres, la mayoría provenientes de mi casa paterna.

Y llueve como cuando, en la infancia, íbamos al bosque con el primo Tom a buscar pájaros que no habían alcanzado a emigrar y llevarlos a casa por el invierno.

Sobre un anaquel, el reloj que sostienen dos ninfas de oro. El lavamanos floreado, la jarra del agua, los libros de Alquimia encuadernados en cuero rojo, la cajita de tabaco y la pipa corva comprada a un aventurero irlandés.

La tarde del viernes, fui a ver "Spite marriage", de Buster Keaton. Butacas más adelante se hallaba la muchacha del vestido blanco. Me intriga por qué, ahora, tan a menudo coincidimos. Sin embargo, me dejé llevar por las risas de los espectadores.

Hoy, ya primavera, desplazándome por avenida de Los Héroes quedo pétreo sin poder avanzar. Lentamente, me recupero. Y veo que el viejecillo de la pipa se dirige a mí. Me dice: "Sígueme".

Caminamos por entre las tumbas del cementerio de la colina. Y me señala una lápida. Con estupor, leo mi nombre y dos fechas: 1905-1935.

El viejecillo de la pipa pone su mano en mi hombro y me susurra: "Hijo, debes viajar en tren hasta Inarijärvi. Apresúrate".

Entro al vagón y allí está la muchacha del vestido blanco. Nos saludamos, nos presentamos y conversamos nimiedades. El vaivén del vagón nos invade de misteriosos somníferos.

Súbitamente, el conductor del tren me remece y me espeta: "La próxima estación es Inarijärvi. Ahí debe bajarse". Igual cosa hace con la muchacha del vestido blanco.

En el andén de Inarijärvi hay dos grupos: en el primero están mis amados padres; mis abuelos; el excéntrico tío Alberto que pidió para su funeral malabaristas y una orquesta de payasos; la tía Ema con uno de sus estrambóticos sombreros; el primo Tom abatido en la guerra del 14 y Neptuno, el terrier camarada de mi infancia. Nos abrazamos y lloramos conmovidos por el reencuentro.

Miro hacia el otro grupo y todos lloran y abrazan a la muchacha del vestido blanco. Ella me sonríe y, cómplice, me guiña un ojo.

Y siento fluir, a través de mí, un gran río, hondo y apacible.

A mi izquierda, una enfermera de aspecto severo. A mi derecha, un médico que ilumina mis pupilas y cierra mis párpados. La enfermera cubre mi rostro con la sábana.

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